LEANDRO FERNÁNDEZ DE MORATÍN

LA COMEDIA NEOCLÁSICA

LENGUAJE





Moratín utilizará la prosa en El sí de las niñas. Debe haber correspondencia entre el cómo y el qué de lo que se dice y, en consecuencia, para expresar dichos”incidentes domésticos” entre “personas particulares” –ajenas a la nobleza y la monarquía- lo lógico es elegir la naturalidad de una prosa que evite los extremos de la afectación y la plebeyez.

Según comenta Andioc, son numerosos los testimonios que hay de cómo fue interpretada la obra por los espectadores de la época, en particular la naturalidad  del diálogo. Alcalá Galiano advirtió «el frasear cortado, interrumpido y no conforme a la gramática, de que solemos valernos los españoles en el trato común de la vida». Incluso un calificador del Santo Oficio escribía en 1819 que «esta comedia es tanto más perjudicial quanto que el lenguaje y las gracia de que abunda están tomadas de lo más puro de la lengua castellana, acompañándolo con una naturalidad encantadora en las personas que hablan». Y añade que «menudean las expresiones, los modismos, los giros, de cuya perfecta autenticidad y naturalidad deja constancia el epistolario de Moratín».


Esta naturalidad no consiste en la reproducción del habla cotidiana sin más, sino que está artísticamente elaborada.  Moratín -en el Discurso preliminar que escribió para la edición parisina (1825) de sus comedias- nos dice: «copiadas por un taquígrafo cuantas palabras se digan durante un año, en la familia más abundante de personajes ridículos, no resultará de su copia una comedia». 

El sí de las niñas es una excelente demostración de cómo Moratín adapta el lenguaje a cada situación o personaje, que sin abandonar el tono dramático alcanza momentos muy emotivos (el encuentro de D. Carlos y D.ª Francisca, en II, 7) o de rigor conceptual (los discursos de D. Diego, en III, 8 y 13). Manifiesta la propiedad adecuada según los distintos personajes y su condición (compárese el habla de D. Diego con la de D.ª Irene, o la de Rita, Calamocha y Simón con la de los jóvenes enamorados). Busca el equilibrio entre la búsqueda de un lenguaje cuidado, con decoro poético y los rasgos de la lengua hablada en el Madrid de la época.

Además, es muy perceptible el cuidado que muestra por la expresividad de los actores al decir el texto, lo que se percibe claramente en el tipo de acotaciones, que en su mayor parte aluden a movimiento escénico y menos veces señalan expresamente gestos, actitudes o tonos de expresión, como serían, por ejemplo, «se enternece y llora» (II, 7); «paseándose inquieto» (II, 9); «se turba y aparta [...] le aparta de sí con enojo» (II, 11); «se enjuga las lágrimas» (II, 13); «se sienta, manifestando inquietud y enojo» (III, 9); «mirando con inquietud» (III, 10); «se levanta muy agitada» (III, 9); «se encamina hacia D.ª Francisca, muy colérica y en ademán de querer maltratarla» (III, 12); «se asusta [...] con expresión de ternura» (III, 13). Hay que señalar cómo en casi todos los casos, el gesto o tono marcado indica desasosiego, agitación, que puede alcanzar hasta la cólera. Los sentimientos predominantes son la tristeza, la ternura, el afecto, que alcanzan su expresión más intensa en la escena final, la apoteosis.

Don Diego, de acuerdo con su estatus social y con el lugar que ocupa dentro del citado esquema, se expresa en un estilo discursivo, grave y sobrio muy propio de un personaje que, en buena medida, ejemplifica la postura de un autor ilustrado. Tal vez el mejor ejemplo sea el conocido parlamento de III, VIII, donde en medio de un diálogo con Paquita parece olvidarse de su presencia y se dirige al público en tono enfático y discursivo para sintetizar un punto fundamental de la tesis que se deriva de la obra. Doña Irene es todo lo contrario. Si tanto Don Diego como Paquita y Carlos son personajes ejemplares que marcan la pauta a seguir según el autor, la citada señora es el contraste necesario. Interesada, mandona y egoísta, Moratín consigue que su garrulería sea fiel reflejo de su necedad. Su manía de interrumpir a los demás, su afán de dar órdenes, sus comentarios absurdos e inoportunos y sus histerias configuran un retrato magistral para el que Moratín utilizaría modelos reales.

 El lenguaje de Paquita refleja diferentes estados de ánimo, situaciones y actitudes. En determinados momentos, trasluce la ingenuidad que finge conservar ante su madre y Don Diego. En otros, la preocupación, la alegría y el dolor que, sucesivamente, la dominan como amante.

El lenguaje de don Carlos es vehemente y apasionado porque, sin desacatar la autoridad de su tío, sabe que tiene derecho a defender sus honestas y racionales pretensiones como enamorado.

La habilidad de Moratín para recrear mediante el lenguaje el mundo propio de los criados es evidente y demuestra, claro está, que conocía a la perfección los modelos de la comedia española del Siglo de Oro, donde tantos criados cumplían las mismas funciones que en El sí de las niñas.

Algunos rasgos o expresiones presentes en la obra eran propios del habla cotidiana del Madrid de la época. por ejemplo, coexisten varios tratamientos: hay tuteo, muestra de confianza entre iguales y como tratamiento de superior a inferior. También se usa usted (evolución de vuestra merced aparecida en el siglo XVIII), como tratamiento de respeto de inferior a superior o entre iguales sin confianza. Su merced es también tratamiento de respeto entre iguales y se mantuvo hasta el XIX.

En cuanto a la aparición de laísmos, leísmos y loísmos, tan frecuente en la obra (no la asusta la diferencia de edad), era muy frecuente en la época. El laísmo fue admitido por la Academia hasta 1796, en que lo declara incorrecto. El leísmo de persona era tan utilizado que fue considerado la única forma correcta.

En lo que respecta a los monólogos, hay que recordar que los neoclásicos prescindieron de los más largos, característicos del teatro barroco, porque resultaban inverosímiles. En esta obra no son muchos ni tampoco extensos. Hay alguno que parece un aparte con escasas indicaciones de gesto y tono, pero claramente marcados por otros recursos expresivos: la exclamación y, sobre todo, la entrecortada sintaxis con abundantes puntos suspensivos.
RITA.-  ¡Qué malo es!... ¡Válgame Dios! ¡D. Félix aquí!... Sí, la quiere, bien se conoce... [...] ¡Oh!, por más que digan, los hay muy finos; y entonces, ¿qué ha de hacer una?... Quererlos; no tiene remedio, quererlos... Pero, ¿qué dirá la señorita cuando le vea, que está ciega por él? ¡Pobrecita! ¿Pues no sería una lástima que...? Ella es.
Hay otros más convencionales, que muestran la interioridad del personaje, como el de Paquita al comenzar el Acto II («¡Qué impaciencia tengo!... Y dice mi madre que soy una simple, que sólo pienso en jugar y reír, y que no sé lo que es amor... Sí, diecisiete años y no cumplidos; pero ya sé lo que es querer bien, y la inquietud y las lágrimas que cuesta»). También es de este tipo  el de D. Diego inmediatamente después de haber descubierto los secretos amores de su prometida:
D. DIEGO.-  ¿Y a quién debo culpar? (Apoyándose en el respaldo de una silla.) ¿Es ella la delincuente, o su madre, o sus tías, o yo?... ¿Sobre quién..., sobre quién ha de caer esta cólera, que por más que lo procuro no lo sé reprimir?... ¡La naturaleza la hizo tan amable a mis ojos!... ¡Qué esperanzas tan halagüeñas concebí! ¡Qué felicidades me prometía!... ¡Celos!... ¿Yo?... ¡En qué edad tengo celos!... Vergüenza es... Pero esta inquietud que yo siento, esta indignación, estos deseos de venganza, ¿de qué provienen? ¿Cómo he de llamarlos?
En todos los casos se trata de fragmentos muy breves, en que el personaje se encuentra solo en escena y piensa en voz alta. En algún caso incluso se trata de un aparte fallido, como cuando Rita critica a su señora y ella parece percibir algo.